A merced de la urgencia subjetiva, J. va al hospital varias veces por semana buscando qué hacer con el cuerpo. Ha perdido peso, no puede dormir, casi no come. ¡Y ahora el dolor! ¡Es demasiado! No tiene sentido, no sabe qué pasa, eso no cesa. La situación es crítica.

Toma la decisión de consultarme por consejo de un familiar que conoció el psicoanálisis.

Náuseas y arcadas le acompañan desde su temprana juventud y siempre le han ayudado a poner límite a beber y fumar excesivamente. Nunca habló de ellas con nadie.

Fue a partir de la intervención quirúrgica, que a los veinticinco años detuvo la hemorragia producida por una perforación ulcerosa, que las náuseas cambiaron y él no ha dejado de ir a los médicos en busca de una explicación.

De la consulta con el psiquiatra, al que le deriva su médico de cabecera por el insomnio que refiere, J. es despedido con una pauta farmacológica que no contempla la existencia del sujeto.

A su demanda formulada como: “tienen que mirar, aquí dentro hay algo” “Hay que sacarlo” los médicos, de inmediato, miran, uno tras otro. Responden con un objeto: endoscopio. En este caso, aceptando el lugar que la ciencia les pide, y que nada tiene que ver con la “posición propiamente médica”(1), “cual si fuese un distribuidor” (2) el médico reparte, prodiga las endoscopias, cuya repetición se alarga en una serie a la que sólo pone fin lo real. En efecto, ahora le dicen que hay que operar la hernia de hiato que las endoscopias han generado, es ese el problema. Que luego no podrá eructar ni devolver. Consiente, pues su posición subjetiva objetalizada le pone difícil la separación.

La intensificación de las náuseas y arcadas que sigue a la operación desencadena la crisis por la que J. acudirá a consultar.

Una segunda intervención tendrá que corregir el fallo de la herida operatoria, que cede al embate de las arcadas, asegurando la pared por una malla: ¡asegu- rando el desastre! El dolor se instala, las náuseas se desorganizan, ya no funcionan, no sabe lo que ha comido, no reconoce el sabor de los alimentos y todo lo que come desaparece, cae en el vacío, se pierde en un gran agujero. Empieza a tener trastornos intestinales. “Tienen que mirarme dentro ,tienen que sacarme” continúa demandando.

Se repliega. Las náuseas le mantienen en cama, aislado. Es lo único que le alivia. Está muy angustiado, desesperado, triste e inhibido.

Acogido en el dispositivo analítico, J. llama duelo a este proceso por el que está atravesando. «Es como si se me hubiera muerto alguien» “ No quiero que me cure, vengo para que me ayude a vivir con esto”

En las entrevistas se pone de manifiesto un sujeto cuyos mecanismos de regulación del goce no dependen del régimen fálico.

Los recursos simbólicos de J. son escasos y la historia familiar es desértica. Pero ama la poesía y disfruta de la construcción de pequeños objetos de madera que él mismo talla. La transferencia con el dispositivo funciona. «Yo tenía que haber ido antes a hablar con un psicólogo»

Hay efectos de subjetivación: ahora piensa que las náuseas y su tristeza quizás se deban a su manera de ser.

Comienza a relacionar sus conversaciones con el analista con haber dejado de ir a urgencias: » Aquí me sacan» o bien: «Hoy ya no me saca más». «Desde que vengo ya no voy al hospital»

Los síntomas van cediendo su dimensión excesiva. Sin embargo, un nuevo empeoramiento trae consigo una propuesta de J. sorprendente: «quiero ir a Salud mental.» Al efecto de división que me produce, explica: «es para escuchar la opinión de otro profesional, por si acaso no es la misma que la suya».

Acojo esta propuesta del sujeto con un “tiene derecho”.

Vuelve: “me quedo aquí, esto ya lo conozco”

Va a su pueblo, donde ahora puede retomar el trabajo con maderas que abandonó hace mucho tiempo. Trae un pequeño carro.

 

Luisella Rossi. – Socia de la Sede de Madrid de la ELP.

 

(1), (2), Lacan, J. Psicoanálisis y medicina. Ed. Manantial ,1966, p. 90.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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