Uno de los capítulos más interesantes de la historia del movimiento psicoanalítico ha capturado la atención de escritores y cineastas: concierne a las relaciones entre Jung y Freud, más concretamente, a la situación crítica acaecida en el mal llamado triángulo formado por ambos y una mujer fascinante, Sabina Spielrein.

Ella había nacido en el seno de una rica y cosmopolita familia judía en Rusia. Su padre le había respaldado en su intención de estudiar Medicina. Llegó a Zurich en 1904 para inscribirse en la facultad y al poco tiempo fue ingresada, a causa de una gravísima crisis, en el hospital más famoso de Europa para el tratamiento de las enfermedades mentales: la clínica Burghölzi, dirigido por Bleuler.

Allí toparía con Carl Gustav Jung, quien intentó tratarla con el método freudiano pero, preso de los encantos de la joven, acabó enredado en una relación amorosa. Gracias a la intervención de Freud, Sabina consiguió salir del atolladero en el que estaba atrapada debido al abuso perpetrado por Jung en la relación transferencial. Inició entonces su análisis con Freud convirtiéndose más tarde en una prestigiosa psicoanalista.

Cuando el asunto llegó a mayores, es decir, a oídos de los padres de la joven a partir de la intriga perpetrada por la señora Jung, el astuto doctor, su marido, actuó según su apreciado arquetipo, negando toda responsabilidad y dirigiéndose a Freud para cubrirse las espaldas. En su carta acusa a la paciente de traición por no haber accedido a su deseo de tener un hijo con él. Alega haberse topado con el “diablo”, aunque tímidamente deja caer que “no se siente completamente limpio de culpa aunque sus intenciones eran puras.”[1] Llegará a vanagloriarse de los beneficios que le ha reportado esta dolorosa experiencia, también a su relación de pareja.

En su respuesta, Freud, aún confiado en las excelencias de su prometedor discípulo, se muestra condescendiente y se dedica a advertir al joven practicante acerca del material explosivo con el que se opera en la cura. “De esa paciente, a través de la cual ha recibido usted el agradecimiento neurótico de la desdeñada, me han llegado a mi también noticias (…) Ser calumniados y quemarnos a causa del amor con que operamos, he aquí los riesgos de nuestro oficio, pero no por ello renunciaremos (…). Navigare necesse est, vivere non necesse.[2]” Concluye la carta citando a Fausto: “Estás con el diablo y quieres asustarte de la llama?”[3]

Valora también Freud el aprendizaje que puede extraer el analista de las dificultades de la contratransferencia, viendo en ellas una “bendición encubierta” porque permite descubrir el más “grandioso espectáculo natural” del deseo femenino, esto es, “la capacidad de las mujeres para sacar a relucir, como encantos, todas las perfecciones psíquicas imaginables hasta lograr su objetivo. Cuando ha sucedido esto último o queda confirmado lo contrario, se asombra uno ante la constelación opuesta.”[4]

Jung respondió inmediatamente con agradecimiento y juramento de fidelidad: “…puede estar seguro de que no pasará nada análogo a lo de Fliess” (¡!). Menciona la integridad de su espíritu y niega los rumores: “…jamás he tenido una amante, soy el marido más inocente que pueda imaginar:”

Simultáneamente Freud recibe la carta de Sabina. Le escribe a Jung, adjuntándosela y preguntándole si tiene noticias sobre su autora. ¿Qué es esto? Le pregunta, ¿Busca darse importancia, es afán de chismorreo o bien paranoia?

A regañadientes Jung le explica que su “complejo paterno” le había impulsado a la ocultación -de que la firmante es la paciente que le trajo tanto pesar y de la que le había hablado recientemente-, por temor al castigo. Arguye que, en su condición de “hijo y heredero” (Freud le había nombrado de ese modo), flaco favor hacía a dicha herencia al dilapidarla comportándose de manera inadecuada.

En el curso del intercambio epistolar de Sabina con Freud, le sugirió él que saliera del aprieto sin necesidad de recurrir a un tercero. Ella así lo hizo, y lo resolvió con creces, obligando a Jung a confesar su mentira a Freud y a pedirle que reconociera por escrito que había recibido su confesión. Jung accedió.

Aliviado por la respuesta de Sabina, con quien “pudo hablar en el modo más correcto” puesto que, según su interpretación, ella sólo perseguía, al involucrar a Freud, verle nuevamente a él, entona su mea culpa: “Sin incurrir en un impotente arrepentimiento, me acuso de los pecados que he cometido, pues soy en gran medida culpable de las exaltadas esperanzas de mi antigua paciente.”[5] Pero la denegación tiñe su argumentación, así como la acritud se trasunta al confesar a Freud, su padre –así le llama otra vez- de mala gana, una “ canallada inducida por el miedo.”

Eso sí, expresa su esperanza de que tanto Freud como Spielrein se convenzan de su “perfect honesty”. Asume la responsabilidad de la carta a los padres de Sabina y concluye pidiendo disculpas por haber inmiscuido a Freud en ese asunto debido a su necedad. Al final se manifiesta contento de no haberse equivocado en cuanto al juicio sobre el carácter de su paciente, porque de lo contrario, habría quedado sumido en grandes dudas y ello le habría significado grandes obstáculos. Algo inadmisible, debemos suponer, a un narcisismo de tal calibre. Años más tarde, al mencionar lo que el encuentro con Sabina había significado para él, llegará a admitir que “a veces es necesario ser indigno para seguir viviendo.”

Freud se disculpó con Sabina por haberla tratado como paciente y a Jung como médico cuando, en realidad, la relación entre ellos era un vínculo entre un hombre y una mujer. “El hecho de que me haya equivocado y deba responsabilizar del desliz al hombre y no a la mujer, como mi joven amigo admite, satisface mi necesidad de mantener a las mujeres en alta estima.”[6]

Freud continuó mencionando su nombre con total naturalidad en las posteriores cartas a Jung. Con sólo veintiséis años, Sabina Spielrein se convertiría en la única mujer de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Sus contribuciones sobre la tendencia a la destrucción y a la autodestrucción constituyen un anticipo de la tesis freudiana sobre la pulsión de muerte. Cuando Freud le comenta a Jung la noche en que ella presentó este trabajo en las Noches de los Miércoles deja constancia de que estuvo a punto de escribir “su” trabajo con mayúsculas.

En el otoño de 1911 Sabina comenta a Freud el análisis de un sueño con Sigfrido (el nombre del hijo que fantaseara con Jung). La maniobra de Freud es asombrosa, le comenta: “Podría tener un hijo, si lo deseara, pero qué desperdicio de talentos.”[7] Spielrein ubica correctamente la influencia determinante que tuvieron esas palabras. Favorecieron la transferencia hacia el análisis con Freud de ese falo imaginado, ídolo de un amor desdichado.

Tiempo después de la crisis Sabina y Jung retomaron una relación epistolar que continuó varios años.

Cuando, recién casada con el doctor Paul Scheftel, Sabine se dirigió a Freud con la intención de retomar el análisis, recibió de él la sorprendente respuesta: “primero permita a su esposo que intente ver qué tanto puede unirla a él y hacerla olvidar sus viejos sueños. Sólo el remanente de lo que él no logre dilucidar pertenece propiamente al psicoanálisis.”[8]

Luego del difícil nacimiento de su hija Renata en 1913 (estuvo a punto de abortar), retornaron los sueños de Sigfrido. En su nota de felicitación Freud le dice: “es mejor que sea ella”, así hay ocasión de reflexionar y de que caiga el ídolo. Renata valdrá por sí misma.

Radicada en Berlín, y atrapada entre la antipatía a Abraham y la defensa de Jung, Freud supo colocarla ante una elección: “… imagino que todavía ama profundamente a Jung porque aún no ha sacado a la luz el odio que él merece.” Debe tomar, le dice, una decisión drástica, “vacilar no le saldrá mejor que al bravo Pfister que vuelve a encontrarse sentado en dos sillas. No se imponga violencia, pero llegue hasta el final en lo que decida.

Por supuesto, deseo que logre desembarazarse, como de una baratija, del ideal infantil del héroe y del caballero germánico que disimula toda su oposición a su medio y a su origen; y deseo que no espere de esta imagen tramposa el niño que en el principio quería ciertamente, de su padre. (…) Que su fuego interior avive sus ambiciones en lugar de agotarlas. Nada hay más fuerte que una pasión dominada y derivada.”[9]

Más tarde, afincada en Ginebra, prosiguió sus investigaciones sobre el desarrollo infantil y la lingüística. Estos trabajos propiciaron los estudios de Vygotsky y Piaget, quien fue su paciente.

Atraída por la Revolución Rusa, Sabina se trasladó a Moscú en 1923 donde desarrolló una potente actividad como analista y docente. Fundó La Clínica Psicoanalítica de Niños. Pero el régimen bolchevique acabó prohibiendo la práctica del psicoanálisis en 1936, si bien Sabina siguió ejerciéndolo en secreto. En 1924 se trasladó a su ciudad natal, Rostov, donde las penurias no fueron pocas. Enviudó, sus tres hermanos menores murieron en las purgas “contrarrevolucionarias”.

Sabina Spielrein murió junto a sus dos hijas y todos los demás habitantes judíos de su pueblo, a manos de los nazis, en una trágica noche de 1941.

 

 

[1] S.Freud. C.Jung. Correspondencia. Taurus. Madrid 1978. P.254

[2] “Navegar es necesario. Vivir no lo es.” Plutarco, Pompeius, 50. Pompeyo dirigió estas palabras a unos marinos cobardes. Citado por Freud.. P. 257/8.

[3] Ibídem.

[4] Idem. P.280

[5] Freud, Jung. Correspondencia. Op.Cit. p.285

[6] S. Freud. Correspondencia. Tomo III. Edit Biblioteca Nueva. P.55 (he incluido una modificación de la traducción que figura en otros textos.)

[7] L. Piranesi-J.Forester. Las mujeres de Freud. Planeta. Buenos Aires.1994. P.244

[8] S. Freud, Op. cit. P. 414

[9] Ibídem, p. 560

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