Ayer era solo la imagen de un niño sirio de tres años, pero hoy sabemos su nombre. Se llamaba Aylan. En el naufragio, a su padre se le escapó de las manos, y de esas manos se escapó la vida del niño y también la del padre, a quien más le habría valido morir en vez de convertirse en el espectro de un superviviente. No cualquier muerte es el límite absoluto: Lacan sugirió que es la de un hijo. La varia boca del mar, que es infinita, tuvo al menos la piedad de devolverlo intacto, con su ropa compuesta, su mejilla apoyada sobre la arena blanda, como si durmiese. Los hombres no tuvieron esa compasión.

Desde el ángulo que esa foto fue tomada, casi no vemos el rostro de Aylan. Vemos, en primer plano, las suelas de sus zapatillas. La crónica del mundo se escribe en los libros, y también en las suelas de unas zapatillas, solo que esta vez el relato se interrumpió demasiado pronto. No sin razón Borges calificó de universal la Historia de la Infamia: porque no conocemos la fecha de su inicio, pero estamos seguros de su eternidad. Todos los días se añade una página, del mismo modo que todos los días mueren miles de niños y nos hundimos un palmo más en la ignominia.

Continuando con el repaso del espanto, leo que los medios de prensa discuten sobre la conveniencia o no de publicar la foto. Notable y docto debate, en una época donde la obscenidad de la imagen se ha convertido en un valor sagrado. La prensa del país que hace unos meses se partía el pecho por la defensa de la libertad de expresión, ayer manifestó contención y pudor en sus portadas. El argumento es compartido por muchos: no comerciar con el dolor. Por supuesto. ¿Por qué dar especial relieve a esta tragedia cuando centenares se suceden diariamente sin que una foto las registre? Tal vez exista una objeción válida a este atendible argumento. Porque de tanto en tanto necesitamos un uno. No el Uno de la unificación, el de la totalidad, o el de la globalización, sino el uno que podemos extraer de un conjunto. Desgraciadamente, una montaña de cadáveres, una sucesión interminable de horrores, acaba por reactivar la función más primaria de los sentidos: la función de no querer saber. ¿Acaso no es eso lo que Lacan enseñaba cuando solía recordar las palabras del Eclesiastés: “Tienen ojos para no ver, oídos para no escuchar”? Por eso hemos necesitado la foto del niño judío con los brazos en alto, detenido junto a su familia por las SS, y también la foto de Kim Phuc, la niña vietnamita de nueve años que corre desnuda quemada por el napalm, esa foto que abrasó la conciencia de una buena parte del pueblo americano. Hemos necesitado esas fotos -y otras tantas- porque tienen la propiedad de desencadenar un efecto de identificación, sin el cual el otro es solo un número vacío, invisible en la contabilidad de las víctimas, o el espejo negro de lo peor de nosotros mismos, que nos obliga a apartar la mirada.

Freud refundó la condición humana, y la situó en el sorprendente espacio de la infancia. Si Shakespeare inventó al ser humano, según la famosa y provocadora afirmación de Harold Bloom, Freud inventó al niño. La infancia freudiana no es un período evolutivo. Es la subjetividad misma que perdura inalterable a lo largo de la vida, suspendida por siempre del hilo del desamparo radical. Aylan es el retrato de una derrota, la fotografía de la civilización como fracaso irremediable, el que se muestra cuando lo real hace trizas el velo ilusorio del progreso. Lacan advirtió que el hombre ha perdido el sentido de la tragedia. En su lugar, es la tragedia del sentido lo que se apodera de la colectividad humana. Que actualmente el sentido haya alcanzado su nivel crítico en el fratricidio islámico, es un avatar histórico: los otros monoteísmos también aportarán su veneno, como siempre han sabido hacerlo.

Por fortuna, la hipocresía no ha llegado esta vez a la playa turca, y no veremos una nueva foto de los mandatarios europeos desfilando tomados del brazo mientras una multitud de imbéciles aplaude embargada de emoción y patriotismo a los defensores de la libertad. Esa otra foto, que bien podría ser la cubierta del catálogo de la Europa teratológica, ha servido para una cosa distinta: recordarnos que existen distintas calidades de víctimas y de muertos, que hay crímenes que ofenden a la Humanidad, y masacres que en cambio se consideran actos de legítima defensa.

Como tantos otros, Aylan no ha podido cumplir el sueño de alcanzar la Tierra Prometida. ¡Qué mueca grotesca de la Historia! Hoy el Paraíso tiene su sede central en Alemania.

 

Gustavo Dessal. Miembro ELP y AMP.

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