1. Palabras

Recientemente se cumplió el primer aniversario de la desaparición forzada de estudiantes rurales de magisterio en Ayotzinapa, México. A un año de los eventos que dejaron cuatro muertos, un herido en coma y 43 desaparecidos, no hay ni respuestas, ni justicia para las familias. Además de lo intolerable del propio crimen, lo terrible de esta larga saga ha sido la proliferación de falsas declaraciones, los intentos por archivar el caso, por acallar la indignación colectiva dentro y fuera del país y por sobornar a las familias; así como la divulgación oficial de la “verdad histórica” del suceso, revelada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como mentira.

Frente a esto: la palabra entrecortada de los padres que no alcanza para empezar a describir la agonía de la pérdida y de la incertidumbre. Las pancartas que hablan del dolor, la rabia y el descreimiento de los tantos a quienes indigna la podredumbre del caso. Los artículos de prensa y editoriales en varios idiomas. Las declaraciones internacionales institucionales y de figuras de la talla de Barak Obama y el Papa. Las producciones artísticas de todo tipo. Los cientos de posts que circulan por Internet.

Un alud de palabras que viene al lugar de los desaparecidos. Discursos de diferente densidad y credibilidad, pero que apuntan todos a cubrir un real que angustia o que importuna, dependiendo de quién hable.

Este texto no es sobre los sucesos de Ayotzinapa, ni sobre los eventos subsiguientes. Si comienza con una referencia a ellos, es porque muestran de manera patente lo que ocurre en otros ámbitos: las palabras no alcanzan, como nunca lo han hecho, pero además se han vuelto ligeras como mudas de serpiente. Pueblan el momento y después quedan tiradas por el camino, evidenciado su (fallida) función de semblante. Por otra parte, están las palabras que tampoco alcanzan, pero que acompañan, sostienen, explican, reverberan, movilizan, conmueven, transforman, pinchan, restauran, permanecen. Se trataría entonces de un asunto de peso; una imagen de la que me quiero valer para pensar sobre la familia y su presumible crisis.

  1. La familia como discurso

La familia opera mediante la palabra. Aporta al sujeto las condiciones de goce que habrá de incorporar a su economía libidinal, y de las que tendrá eventualmente que desapegarse para sostener lo que su fantasma tiene de singular. Pero idealmente, le aporta también un andamiaje simbólico suficiente para regular en él lugares y funciones, y permitirle desenvolverse en el mundo como sujeto del deseo.

La familia se transforma con las exigencias de un panorama social, político y económico cambiante. Las identificaciones en su seno responden al lazo social del amo, del cual participa, y los síntomas responden a un imperativo de goce generalizado que se traduce por ejemplo, en cuerpos des-regulados y en trastornos del lenguaje. Sin embargo, aún ahora que es particularmente propensa a adoptar formas variadas, a reducirse a su expresión mínima y a regirse por normas cada vez menos referidas a un universal, sigue procurando la civilización de los niños, la represión y sublimación de las pulsiones y la herencia de la lengua. Es decir, cumple las funciones que le atribuyó Lacan en Los complejos familiares en la formación del Individuo. La familia, por definición, está en crisis. Se constituye alrededor de un imposible, a partir del malentendido respecto a la relación entre los sexos, y se edifica sobre cimientos-semblante que son ideales, fantasmas, recuerdos falsos, secretos. Funciona como una suplencia discursiva que da cuenta de sus propias componendas y transacciones con el goce.

Pensando a la familia en función de las palabras que en ella circulan o que en ella se callan, me interesan por un lado, el relato que cada sujeto hace de su estirpe y las leyendas familiares, los: “Mi madre, que era una santa …” , los: “cuando los abuelos llegaron esta ciudad, llevaban sólo una maleta y una dirección anotada en un papelito…”. Y por otro lado, los decires que ordenan la cotidianidad y encausan el discurrir pulsional: “en esta casa se come a las dos en punto”, “no le pegues a tu hermano”. El peso de estas palabras estaría dado por su red significante, con su potencial asociativo, y por su enunciación.

¿Quién habla? Pongo un ejemplo: en una reunión, un niño pequeño juega con el ordenador que hace de equipo de audio, interrumpiendo la música y poniendo al aparato en riesgo de caer de la mesa. Su padre lo mira y no hace nada, hasta que alguno de los presentes le pide intervenir con su hijo. Contesta: “¿Pero qué le puedo decir?” La particularidad de esta respuesta debe menos a la ausencia de un acto de nominación que apunte a un “no” -eso no, ahora no, no en este lugar, no este objeto- que a la perplejidad del padre. No es infrecuente encontrar en las madres o padres que acuden a consulta, o en los que no lo hacen, una palabra floja, liviana, que no “pone límites” a su hijo. Es decir, que no dibuja un contorno para su mundo, ni le señala los confines de su actuar y de su responsabilidad, ni acota su lugar en el discurso familiar. Una palabra que en vez de tranquilizar, angustia, porque compete al niño hacerse cargo de regular su goce y encontrar los medios para construir la pregunta: “¿qué me quiere?”.

¿Cuál mito? Cuando los padres describen a su hijo como ‘hiperactivo’, o ‘anoréxico’, o ‘bipolar’, hay una especie de punto final implícito en la definición. El DSM-IV no invita a la fabulación ni a la pregunta. Ofrece significantes que parecieran tener peso en tanto aplastan al sujeto, pero que se desmoronan frente a los embistes de la angustia y la repetición. ¿Qué clase de novela familiar es una que empieza con: “Érase una vez un niño hiperactivo que tenía unos padres con baja autoestima”? Son una serie de significantes que constituyen mundos cerrados en sí mismos, opacos. Si los significantes primordiales que describen al niño provienen de un manual, no contará con muchos recursos narrativos para elaborar la quimera que dé cuenta de su goce, de su fantasma y de su posición subjetiva.

  1. La respuesta del psicoanálisis

El papel del psicoanálisis en relación con la familia -tenga la forma que tenga- no está en duda, le corresponde sostener su función: la regulación del goce mediante la palabra. La pregunta sería por el peso del discurso psicoanalítico aquí, hoy. ¿Qué le puede proponer a esas familias que prefieren acudir a cualquier otro profesional, antes que a un psicoanalista? Supongo que las respuestas son tantas como invenciones colectivas o particulares se produzcan, pero creo que hay algo que necesariamente pasa por una traducción; el poder construir un discurso inteligente e inteligible, acogedor, que transmita el cuidado de la palabra y del sujeto que propone el psicoanálisis. Porque es con esas familias, con las que dicen: “pero nunca un psicoanalista”, que hemos de tratar.

 

Soledad Székely Schlaepfer. Barcelona

 

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