“París es una fiesta que nos sigue”, escribió una vez el americano. Esa frase dio título a un libro de memorias donde reflejaba los recuerdos de su estancia en París, y que fue publicado tras su muerte. Ese París de entreguerras que, tras los horrores de Verdun, recobraba su espíritu y volvía a ser refugio del pensamiento y la vanguardia. Ayer Hemingway volvió a morir, porque la fiesta se ha acabado para siempre. Por supuesto, París, como Nueva York, Madrid, Boston o Londres, se recuperará de sus heridas, honrará a sus muertos, y la vida seguirá su paso. ¿Acaso los franceses no recobraron el ritmo de la historia tras la ocupación nazi? Sin embargo, algo ha cambiado. Ayer, mientras leía y veía horrorizado lo que sucedía, con ese inquietante sentimiento que suscita la forma actual de la comunicación a distancia, que permite casi “ver en directo” el espectáculo de la muerte, no podía dejar de pensar que algo ha cambiado sin retorno.
> Junto con Buenos Aires y Madrid, París forma parte de mi vida. Ciudades que han conocido la grandeza y el espanto, como tantas otras metrópolis. Pero Paris…Bien es verdad que ya había sido cruelmente golpeada por el terrorismo. Charlie Hebdo, el ataque al supermercado, los dos policías abatidos. El número de víctimas fue menor, no así el espanto. Sin embargo, queríamos creer -necesitábamos creer- que eso era excepcional, que París estaba envuelta en el manto sagrado de Las luces, y que hasta cierto punto aún no había sido completamente profanada. Ayer esa ilusión estalló en pedazos, y París ya no volverá jamás a ser «la fiesta que nos sigue». Ella ha sido, también, atacada por la ferocidad de una guerra sin precedentes, la guerra que Hemingway no conoció, la guerra que no tiene ni frentes de batalla, ni enemigos definidos, ni soldados identificables. Ayer, con el asalto a París, ha quedado definitivamente demostrado que la topología del mal ya no responde a ninguno de los paradigmas conocidos. Es la guerra irrestricta. Reducirla a un combate de civilizaciones, a un enfrentamiento religioso, al choque entre Occidente y la barbarie, puede servir de consuelo a los que reclaman un sentido, y justificar acciones de dudosa eficacia. Lo único cierto es que ya no es preciso ir a lejanas regiones en conflicto para ver el rostro de la muerte. Se lo puede encontrar en una terraza de París, un viernes por la noche, a la hora que la fiesta comenzaba.

Los autores son presumiblemente franceses. El mal ya no viene de lugares exóticos, sino que está entre nosotros. Convive con nosotros. Habla nuestra lengua, usa nuestra ropa y emplea nuestra tecnología. El mal contemporáneo se parece demasiado a  L´Horla de Maupassant. Nos recuerda mucho más a «das Ding” que al Otro. Al Otro, podemos cercarlo. ¿Cómo vamos a acabar con la Cosa?
Lo que no cambia, es que aún sin fiesta seguiremos amando París.

Gustavo Dessal. Miembro ELp y AMP. Madrid

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